Por Guillermo Názara, autor invitado.
Sueño con un mundo en el que a autores e intérpretes no se les somete a "tortura" constantemente por su condición de artistas. Imagino un país en el que sus gentes, en lugar de perseguir a aquellos que apuestan por la creación y la originalidad, colaboran para que estas personas puedan seguir transportándonos a otros mundos; universos dotados de una belleza y una magia a menudo inexistentes en la realidad que vivimos día a día. Muy a mi pesar, cada vez me doy más cuenta de que estos pensamientos están condenados a permanecer para siempre como una fantasía irrealizable…
Estoy seguro de que la mayoría de los que están leyendo estas líneas están familiarizados con la controvertida noticia acerca del cierre del Teatro Nuevo Apolo; un lugar emblemático en la escena madrileña, que durante más de 70 años ha sido hogar y refugio de decenas de artistas, interminables pilas de obras y un sinfín de amantes del teatro. No obstante, parece que estos logros no son suficientes –por no decir que resultan del todo indiferentes- para evitar que la denuncia de UNA vecina animen a las autoridades a precintar el edificio por “contaminación acústica”.
No voy a entrar a valorar los supuestos motivos que habrán movido a esta señora a demandar al Nuevo Apolo, ya que considero que hay un problema de fondo mucho más importante que abordar en este artículo. Y es que mientras en países como Reino Unido o EE.UU. –por solo nombrar a dos, pero créanme que hay más- el apoyo a la cultura no sólo no ha mermado en estos últimos años -sino que se ha disparado-, parece que en España las ayudas a este sector no han hecho otra cosa que decrecer desde tiempos casi inmemoriales.
Si ya la piratería suponía un cáncer con el que muchos artistas nos hemos visto obligados –o más bien, condenados- a convivir a causa de la ínfima protección que la cultura siempre ha recibido en nuestro país, ahora nos encontramos con nuevos y alarmantes peligros que acechan contra nuestra profesión; lo más preocupante es que no hay ninguna señal de que vayan a desaparecer. En efecto, señores, entre otros cuantiosos problemas con el que a los artistas nos ha tocado lidiar, me estoy refiriendo al tan sonado IVA cultural; una medida que, lejos de fomentar la recaudación, ha conseguido alejar más al público del consumo artístico –legal, por supuesto-.
Como colofón a esta larga lista de despropósitos, nos encontramos con que tan solo hace falta una sola queja de “ruidos” para que un teatro cese su actividad. De pronto, cientos y cientos de butacas se quedan vacías y un escenario se vuelve hueco e inerte, incapaz de albergar las historias que cada noche compartía con sus visitantes; una paradójica tragedia que, junto a los otros 3 teatros cerrados en Madrid este año, alargan la creciente distancia que nos separa de nuestros amigos anglosajones; un “universo paralelo” en el que lugares como Broadway y West End baten records de asistencia y logran superar en popularidad al mismísimo fútbol.
Llámenme raro, pero veo muy difícil que nuestra sociedad pueda progresar culturalmente si cada dos por tres se atenta contra aquellos que crean cultura. Nunca antes los que intentamos ganarnos la vida contando historias –ya sea mediante la imagen, el sonido o la palabra- nos habíamos encontrado en una situación tan paupérrima como la que vivimos hoy en día: sin apenas ayudas y con constantes obstáculos tanto para quienes trabajamos como para quienes quieren disfrutar de nuestro trabajo. Me tomaré la libertad de referenciar a alguien que de esto sabía infinitamente más que yo y diré que “un pueblo sin teatro es un pueblo muerto”. Del mismo modo, señores, una sociedad sin cultura, no es sociedad.