Después de años escuchando las opiniones del público, he llegado a la conclusión de que el director es, sin lugar a dudas, el gran incomprendido de la orquesta. Con esto no pretendo denunciar que su trabajo no esté reconocido o bien remunerado –de hecho, sus honorarios suelen ser los más altos de toda la agrupación-; ni tampoco es mi intención quejarme de que su profesión carezca de popularidad dentro de la comunidad melómana. Pero lo cierto es que me sorprende que una figura tan sumamente admirada cumpla, a su vez, una misión completamente desconocida para muchos.
A menudo me topo con conversaciones sobre música cada vez que salgo a la calle. He de confesar que, siempre que tengo oportunidad, suelo piratear sus contenidos; una costumbre claramente cotilla, pero que acostumbro disfrazar bajo el manido velo de deformación profesional. En todo caso, las alegrías que me puedo llevar cuando oigo a esta gente hablar de una interpretación -ya sea alabando el virtuosismo de un solista o comentando las sensaciones que les sugiere una obra- tienden a desmoronarse en el momento en que empiezan a valorar la labor del director de orquesta.
Estoy casi seguro que en ninguna de estas ocasiones me he encontrado con una apreciación que realmente haga justicia a su trabajo. Si bien muchos de mis observados destacaban ‹‹sus increíbles destrezas››, ninguna de ellas se acercaba lo más mínimo a las habilidades con las que un buen director debe contar. Los gestos que dedica al público, las muecas que hace, incluso cuántas veces se despeina al sacudir la cabeza durante los clímax... La cantidad de despropósitos musicales que he llegado a oír conforma una curiosa y kilométrica lista; algo que no ha logrado otra cosa que desesperarme por el arbitrario anonimato que, en general, sufre la calidad artística de un director.
Quizás por ello, haber descubierto un libro como La batuta invisible, de Inma Shara, haya supuesto un verdadero y necesario consuelo ante tan exasperante situación. Escrito de modo autobiográfico, la joven intérprete nos habla de la formación, talento y trabajo que cualquier músico requiere para poder desempeñar esta profesion, tan relevante como compleja. En tan sólo 150 páginas, la célebre artista narra el proceso de estudio e interiorización de una partitura; las prolongadas jornadas de ensayo hasta el estreno de una nueva obra; y, en definitiva, cómo se preparan tanto ella como su equipo para la ardua tarea que supone llevar un concierto durante varias horas ante cientos de atentos oídos.
Sin embargo, aunque sin duda serán ellos quienes más lo disfrutarán, La batuta invisible no es un libro pensado exclusivamente para quien se dedica y/o ama la música. Tal y como la autora afirma en el Prólogo, este ensayo pretende subrayar la importancia del trabajo en equipo, ya sea en una orquesta, empresa o en cualquier otro escenario laboral.
No obstante, no ha sido ese deseo de fomentar la cooperación en el ámbito profesional lo que me ha llevado a redactar esta reseña. Si por algo escribo sobre este libro –y si por algo recomiendo encarecidamente su lectura- es por la imagen justa y veraz que Inma Shara ofrece del director de orquesta: un artista dedicado en cuerpo y alma a sus obras; un compañero atento y servicial, que día a día se desvive por sacar lo mejor de su equipo; y, en definitiva, un líder indiscutible e indispensable, responsable de hacer que, en toda función, cada nota y cada acorde compartan su magia con todo aquel que se acerque a escuchar.